lunes, 10 de julio de 2006

Las normas del silencio

A veces la fuerza de la costumbre, manifestación genuina de las ideologías dominantes en determinados sectores de una sociedad, con su tan vital como sutil fuerza en la modelación de hábitos, valores, actitudes, estilos de vida, lleva a algunos doctos ciudadanos a asumir reglas restrictivas de las libertades cívicas como si fuesen nimiedades de la cotidianidad, dignas de toda aprobación, mucho más si coinciden con la postura política de los mencionados sectores.

Tal es el caso del proyecto de Normas de Publicidad y Propaganda propuesto en el seno del CNE para regular la venidera campaña electoral presidencial, cuyo contenido, con la mira puesta en Hugo Chávez, le pone tirro con pegalotodo en la boca a los funcionarios que se postulen a la Presidencia de la República.

O sea, el motivo de los desvelos de los pensadores de las las normas de marras es Chávez, pero por mampuesto tirotean también a Manuel Rosales, gobernador del Zulia y precandidato presidencial, pretendiendo obligarlos a hacer votos de silencio durante la campaña. ¿Será que los proyectistas de las tan mentadas normas no se han enterado de que no somos cardenales, con excepción del arzobispo de Caracas y de Castillo Lara, y vamos a elegir un presidente no un Papa?
De un tirón el proyectista — ¿algún avisado rector?— pasa por las armas un bojote de disposiciones constitucionales que obligan a los gobernantes a rendir cuentas ante los electores sobre su gestión. Llega al extremo, en el entrelíneas del texto propuesto, de pretender propinarle un minicarmonazo a la Carta Magna suprimiendo implícitamente todo el articulado relativo a la transparencia de la gestión pública y la participación ciudadana, cuyo basamento práctico es el manejo cabal de información veraz y oportuna por parte del pueblo sobre cada uno de los actos de sus gobernantes.

Sin información no hay participación. Sin información no hay contraloría social. Sin información no hay poder popular. Acusen recibo, muy respetados proyectistas.

Cuando se busca prohibir que un gobernante candidato informe a los electores el qué, el dónde, el cuándo, el cómo, el con qué, el por qué y el para qué de su gestión, ¿se espera que los electores se informen por telepatía o por artes de brujería para someter a evaluación el desempeño del funcionario con el fin de determinar si le ratifican o le niegan su confianza? Y si esta ocurrencia resulta válida ahora, porque la costumbre impide verle a guadaña autoritaria de la feroz censura que comporta, ¿por qué no se le aplicó a alcaldes, gobernadores, diputados, concejales que en tantas ocasiones han optado a la reelección? ¿En qué pozo de la muerte echarán el artículo 21 de la Constitución que determina la igualdad de los ciudadanos ante la ley? ¿O acaso los candidatos presidenciales son menos ciudadanos?
No se trata, quede dicho porsia, que este fablistán pretenda anarquizar la competencia candidatural suprimiendo toda norma. ¡Zape! Lejos de esa conseja de que la revolución se hace sin leyes; por el contrario, tengo para mí que la revolución se construye con normas revolucionarias, no con poses anarcoides.

El asunto estriba en guiarse por la máxima que tan útil fue para los demócratas españoles en la difícil transición del franquismo a la libertad: dentro de la Constitución todo, fuera de la Constitución nada. Vale decir, sí a las normas siempre que sintonicen con la Constitución y las leyes. Del CNE el pueblo espera borrar cualquier capricho carmonero cumpliendo y haciendo cumplir la Constitución.

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